
Musulmanas, judías y cristianas en el medievo.
Primera Parte
La situación de la mujer medieval se resume en dos palabras: silenciada y subyugada. Durante la Edad Media los matrimonios en las tres comunidades (cristiana, musulmana y judía) se contraían por conveniencia familiar. Amor y matrimonio rara vez iban unidos; eran estados incluso contrapuestos, que no solían coincidir, y tenían claras las diferencias: “El matrimonio sella una responsabilidad, una obligación, al tiempo que el amor se entrega libremente, sin que nada obligue. El amor no se somete a leyes, mientras el matrimonio debe reglamentarse. Los amantes se lo otorgan todo recíproca y gratuitamente, sin ninguna obligación de necesidad, al paso que los cónyuges tienen que someterse por deber a todas las voluntades el uno del otro.” (“La Cruz y la Media Luna”, Carmen Panadero). Se ignoraba si algún día en la historia de la humanidad matrimonio y amor coincidirían, incluso si eso sería acertado o no, pero aceptaban la situación con realismo, asumiendo sus renuncias.
Las tres religiones monoteístas prohibían las relaciones sexuales y matrimonios mixtos con personas de diferente religión, pero en al-Ándalus no se cumplía, especialmente entre musulmanes y cristianos. Existen numerosos ejemplos de cristianas casadas con musulmanes, desde la reina visigoda Egilona, viuda de don Rodrigo, pasando por numerosas esposas de emires y califas (hijas de reyes cristianos), como Urraca, hija del rey de Pamplona Sancho Garcés, casada con Almanzor, quien llevó también a su harem a Teresa, hija del rey de León Bermudo II. Los cristianos entregaban sus hijas a los musulmanes en virtud de pactos. También hubo casos de musulmanas casadas con cristianos y, como ejemplo, citemos a Zaida, nuera de al-Mutamid de Sevilla (viuda de un hijo), unida primero en concubinato al rey de Castilla Alfonso VI y casados finalmente tras el bautismo de ella, con la que el rey logró su único varón legítimo y heredero de la Corona, don Sancho.
Pero la diferente tolerancia queda patente en dichos ejemplos: mientras los descendientes de esas cristianas fueron califas en al-Ándalus, el infante de Castilla moría adolescente, asesinado probablemente por sus propios caballeros en Uclés para impedir reinar al hijo de quien antes fue musulmana; prefirieron poner la Corona en manos extranjeras, en las de los borgoñones yernos de Alfonso VI.
“Entre las clases populares también se daban casos de matrimonios mixtos. Era común que hombres cristianos tomaran como esclavas a jóvenes musulmanas, con quienes tenían hijos. Lo mismo ocurría en sentido contrario: varones musulmanes tomaban como esclavas a jóvenes cristianas que, cuando se convertían en madres de los hijos de su amo, adquirían el estatus de “umm walad”, libres y merecedoras del respeto público y de mayor estima que si residieran en la sociedad cristiana”. (“Velos y Desvelos. Cristianas, musulmanas y judías en la España medieval”, MªJesús Fuente). Pero cuando la musulmana daba hijos al cristiano no variaba el estatus de la mujer.
Las tres religiones monoteístas discriminaban y discriminan a la mujer. Por ello, desterremos los tópicos. El sometimiento de la mujer musulmana no era muy diferente al de cristianas y judías durante este periodo histórico, ni siquiera respecto a la poligamia, que también existía entre judíos… incluso entre cristianos. No juzguemos al Islam de al-Ándalus desde la perspectiva del Islam actual.
En efecto, los judíos podían tener más de una esposa. La poligamia entre judíos europeos era frecuente en comunidades mediterráneas, sur de Francia y Península Ibérica, aunque fue desapareciendo durante la Baja Edad Media. Los padres de la mujer solían exigir al futuro marido compromiso de no repudiar a su esposa. Pero también entre los cristianos existió la poligamia, especialmente en los siglos VII, VIII y IX, cuando proliferaban las sectas que habíanse establecido asociadas al arrianismo visigodo —sabelianistas, adopcionistas, casianistas, acéfalos, etc.— y que, como aquel, eran antitrinitarias: rechazaban el dogma de la Santísima Trinidad y la veneración de reliquias, ayunaban los viernes y practicaban la poligamia.
Las mujeres de estas tres religiones no podían salir del hogar sin cubrirse: las musulmanas con el velo, las judías con su manto y las cristianas con la toca. Asimismo tampoco podían salir solas a la calle, y menos las doncellas; judías y cristianas de clase alta salían acompañadas por una “dueña”, o por la madre, abuela o persona de respeto en clases modestas. Nadia Lachiri, en su trabajo “La vida cotidiana de las mujeres en alÁndalus”, nos aporta un aserto muy común entonces en defensa del velo: “No tiene precio lo que el ojo no ve. ¿Alguien confiaría a una desvelada la educación de su hijo?” Aserto que pongo yo en boca de un personaje de mi novela “El Collar de Aljófar”, en la boca de un hombre, claro. Sin embargo, no hay constancia de que el velo fuera una obligación religiosa; todo indica que se inició como imposición de los varones, que se convirtió en uso social al ser asumido por las madres para casar bien a sus hijas y que, finalmente, ellos procuraron asociarlo a lo religioso para ejercer mayor presión.
En la vida cotidiana femenina existía un elemento emblemático: la rueca. No podía faltar en los hogares porque era el quehacer femíneo más habitual; figuraba siempre en el ajuar, y las más humildes, aunque no aportaran dote, llevaban su rueca. Un dicho andalusí decía: “Si no lo hilas, no lo comes”. Era tan básico saber hilar como cocer pan, y siguió siéndolo hasta finales del siglo XV, umbral del Renacimiento. Está documentado que en Ciudad Real, hacia 1480-1490, veíanse los sábados deambular a muchas mujeres en grupos con sus ruecas y husos, concertándose para reunirse en casas de amigos o familiares para hilar. Pero en realidad eran familias judías conversas que se reunían para celebrar el Sabbath. La rueca era la tapadera; así hacían creer que trabajaban en sábado y despistaban a los confidentes de la Inquisición, muy activa en Ciudad Real.
Ante la Inquisición, las mujeres judías alegaban siempre que, si encendían candelas la noche del viernes, si vestían de limpio el sábado, si comían solo carne sacrificada por judíos y quitaban la grasa, era porque lo aprendieron de sus madres desde niñas; ellas solo imitaban el quehacer materno. Cuando más tarde fueron juzgadas las moriscas por la Inquisición, alegaban lo mismo: que reproducían lo que vieron hacer en sus casas y no sabían hacerlo de otra manera. La madre tuvo siempre ese papel: educadora. Por eso fue en los hogares donde judíos y musulmanes obligados a convertirse preservaron sus costumbres.
La mujer de las tres religiones, sumisa por obligación, fue en la vida real la gran rebelde al mantener vivas las tradiciones. Aunque los reinos cristianos ganaran en los campos de batalla, perdieron la lid en los hogares, que las mujeres convirtieron en últimos bastiones de resistencia cultural; de poco servía que sus religiones las hicieran desaparecer de los espacios públicos. A las judías se les prohibía todo papel en la sinagoga, no podían asistir a las ceremonias de iniciación de sus hijos ni presenciar sus circuncisiones, pero llegaron a ser salvadoras de su religión cuando en las persecuciones fue confinada al ámbito del hogar, donde sobrevivió gracias a ellas. Las judías, que al alborear la Edad Media mantenían la igualdad original respecto al varón, la perdieron por aculturación y asimilación, porque las tres culturas se influenciaron entre sí. También las cristianas tenían su papel limitado en público, ni podían presenciar los bautismos de sus hijos. Pero era en el hogar ―espacio al que se las constreñía― donde tenían posibilidad de transmitir sus valores, y supieron aprovecharlo.
Para rehacer las vidas de aquellas mujeres hay que recurrir directamente a documentos oficiales de la época, los protocolos notariales, sin hacer caso de intermediarios, pues las fuentes eran todos hombres, que han sido los dueños de la memoria colectiva. Lo que sabemos de las mujeres medievales no se lo debemos a ellos, y menos a los tonsurados. La misoginia de la Iglesia medieval era de todo menos cristiana; no es ya que se discutiera sobre si la mujer tenía alma, que también, es que le achacaban todos los vicios. San Antonino de Florencia escribió una letanía de “cualidades” femeninas por la que la Iglesia debería cuestionarse su canonización. Entre otras perlas, dice: “Animal avaro, bestia insaciable, carne concupiscente, garganta charlatana, nodriza de ruinas, artífice de odio…” Y San Isidoro defendía que la mujer siempre debiera estar bajo potestad del varón para “evitar ser engañada por la ligereza de su espíritu y por su incapacidad para gobernarse a sí misma”. Añadía: “Las mujeres suelen darse a la bebida por placer cuando ya por su edad no pueden ser lujuriosas”. Cabe preguntarse: ¿qué clase de madres tuvo esta gente para que las odiasen tanto?
Los judíos, sin llegar a eso, asimilaban a la mujer con la cobardía, la mentira y la ignorancia.
Fueron los musulmanes andalusíes, curiosamente, los más considerados con sus mujeres, aunque las compararan con las botellas: “Son débiles, se rompen con facilidad y no soportan la presión”. Sin embargo, los juicios que soportaron las moriscas ante la Inquisición demostraron lo contrario; según Mª Jesús Fuente —¿quién no concuerda con ella en esto?—: En esos juicios demostraron ser “mujeres fuertes, que se mantuvieron enteras, soportando la presión”. Además, en contraste con esos “santos” cristianos, destaca la figura de Averroes defendiendo el derecho a la educación de la mujer, hablando de sus cualidades desaprovechadas por escatimársela; o la figura de Avenzoar, gran médico andalusí, que entre la saga de médicos familiares también educó a sus hijas y una nieta como médicas, sobre todo su hija Umm`Amra bint Merwãn ben Zohr, médica de la Corte almohade. Avenzoar, al transmitir sus conocimientos, no discriminó a sus descendientes femeninas.
Respecto a vida familiar, la peculiaridad musulmana es el harem. El harem era el corazón del hogar y debemos verlo sin los tópicos orgiásticos de Occidente; olvidemos ese harem de pintores y películas occidentales donde las mujeres, con cuatro velos (cuando los llevaban), eran servidas por esclavas y eunucos. Eso solo podía permitírselo el califa o el sultán. En realidad, allí vivían las abuelas hasta que morían, las hijas hasta casarlas, los hijos varones hasta la pubertad, nodrizas, maestras… En el harem las mujeres cuidaban de dependientes y enfermos familiares y, si eran de clase media o modesta, limpiaban, cocinaban, lavaban ropa, cosían, educaban a los hijos…, en el harem incluso se rezaba. Era el ámbito donde una mujer musulmana hacía lo mismo que la cristiana en su sala de estar.
El hombre que podía permitirse un harem necesitaba autorización de la primera esposa para tomar una segunda, y la de ambas para tomar una tercera; estaban permitidas hasta cuatro. Si las anteriores se negaban, él no podía imponerles la nueva mujer, quedándole como única salida repudiarlas o divorciarse.
Foto superior de portada: El Harem-de Juan Jimenez y Martin
(Trataremos repudio, divorcio, trabajo y cultura en la 2ª parte)
Bibliografía
– Cristianas musulmanas y judías en la España Medieval, de Mª Jesús Fuente.- Ed. La esfera de los libros.- Madrid, 2006.
– La mujer en al-Andalus: reflejos históricos de su actividad y categorías sociales, de Mª Jesús Viguera Molins.- Seminario de Estudios de la Mujer.-Universidad Autónoma de Madrid, 1989.
– El velo o chador, de Juan Vernet.- Sefarad, año 52. Nº 1.- 1992.
– Cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval. De la aceptación al rechazo, de Julio Valdeón Baruque.- Ámbito Ediciones, S.A.- 2004.
– Las mujeres medievales y su ámbito jurídico, de Cristina Segura.- Colección Seminario Estudios de la Mujer. Universidad Autónoma de Madrid, 1983.
– “La Cruz y la Media Luna” y “El Collar de Aljófar”, de Carmen Panadero Delgado.
Autor/es:
Ha participado en numerosas exposiciones individuales y colectivas celebradas en museos y en colecciones públicas y privadas de España, Alemania, Portugal, EE.UU y Reino Unido. Como escritora e investigadora científica, Carmen Panadero ha ganado premios como el XV Premio de novela corta "Princesa Galiana" del Ayuntamiento de Toledo por su novela “La Horca y el Péndulo”, y ha sido distinguida con la Medalla de Oro 2018 del Círculo Intercultural Hispanoárabe (CIHAR) a la Investigación Histórica.