Savia española en la población de Fez (1ª parte)
Continuando con mi relato sobre los “Cordobeses que conquistaron Creta”, me centro en este artículo en el viaje hacia la ciudad de Fez, la Ciudad Imperial marroquí en donde se asentaron una parte de los desterrados cordobeses, aquellos que, por tanto, no participarían en la conquista de Creta.
Tras la muerte de 2.000 personas y el destierro por al-Haqēm I de los supervivientes del motín del arrabal de Córdoba (818 d.C.), la población mermó en un cuarto del total. La ausencia de aquellas 22.000 familias supuso gran pérdida de riqueza para la ciudad.
Como la fama esparciera por al-Ándalus tan aciagas noticias, el emir difundió un Parte de la Victoria para justificarse ante el pueblo, del que solo ofrecemos unas frases para dejar constancia del tono:
“En el nombre de Alá, el Único, el Clemente, el que otorga el poder a quien se ha hecho digno de ello, sin que nadie tenga autoridad para oponerse a tales designios.
Mas, en olvido de estas justas razones … juntáronse los depravados, la canalla y grey ínfima de Córdoba, esparteños de corto alcance, y empuñando las armas manifestaron su mala condición, sin que de parte de este Emir y su gobierno mediara desmán ni hecho censurable alguno.
Este ganado de ignorantes y groseros despreciaban a su soberano con descaro y calumniaban su conducta… Por eso yo, su Emir, tomé las medidas militares oportunas… y no fue sino Alá quien me autorizó a humillar y matar a los rebeldes, puesto que me otorgó la capacidad para hacerlo. Tal demasía solo merecía la muerte, que no alcanzó a mayor número de personas por la piedad que Alá inspiró a vuestro Emir, que como a hijos propios os ama.
Os invito a uniros a los agradecimientos que elevo a Alá, pues con su sabiduría me ha iluminado.” (Esparteños”, despectivo, referente a los ciudadanos más humildes, que usaban calzado con suela de esparto. Resumen del Parte original publicado en “Al-Muqtabis”, ben Hayyãn (s.XI).
Tras abandonar sus hogares, el itinerario hacia la costa estuvo sembrado de abrojos para ellos. Los sublevaría no verse acompañados por los alfaquíes, inductores del motín; ignoraban que estos ya habían sido perdonados y se preguntarían cómo se las apañaban aquellos beatos para encender siempre la mecha y nunca quemarse, cómo esos ventajistas y resentidos religiosos de este desdichado país se las han ingeniado siempre para inflamar a las masas e inducirlas a matarse, abandonándolas luego a su suerte cuando ya lograron lo que procuraban; dónde se escondían en tan tristes momentos aquellos instigadores hipócritas de los ojos en blanco y los golpes de pecho.
Miles de proscritos dirigiéronse hacia Algeciras, pero otros tomaron rumbo hacia Pechina,Almería. (El Alfaquí Yãhya ben Yãhya al-Laythĩ, Maribel Fierro. Y ben Hayyãn, ben al-Qũtiyya, Levi-Provençal, Reinhart Dozy). Como fueran obligados a viajar en grupos pequeños, “soldados y malhechores les salieron al atajo en ciertas angosturas y malos pasos del camino” (Crónicas arábigas), para robarles las pobres pertenencias que lograron salvar; muchos murieron en defensa de sus bienes. Es sabido que el horror los anonadó cuando se toparon con otros desdichados del arrabal colgados de los árboles en aquel funesto recorrido (Los Andaluces Fundadores del Emirato de Creta, Carmen Panadero).
Algunos se permitían una postrera rebeldía: saltar al mar desde la borda al zarpar las naves pausadamente de la costa. Hacinados en las cubiertas y sentinas, unos lograrían llorar, otros dirían adiós al suelo patrio con ojos secos, preñados de rebelión, retadores. Muchos envidiarían a quienes murieron libres en el motín, que se ahorraron las calamidades que les aguardaban.
Las naves atracaron en Ceuta, pero aquella ciudad no podía absorber tan ingente multitud, y millares de andaluces acamparon a orillas del río Martĩl. No tenían mezquitas, pero un musulmán solo necesita clavar una lanza al sol para orientarse, mirar hacia Oriente, purificarse, extender la alfombra y prosternarse para convertir su pequeña superficie en mezquita.
Entonces recibieron noticias sobre una población cercana que ofrecíaseles como asentamiento —Fèz—; una ciudad que hacía diez años (808) el rey Idris I había levantado y amurallado, y que los esperaba, semidespoblada, tras la cordillera del Rif.