Los cármenes de Granada, rara herencia andalusí
Para las personas que aman los jardines pocas cosas son más sugerentes, más llenas de misterio y leyenda que los cármenes de la ciudad de Granada. Son, creo que eso es bien sabido, raras fincas con jardín de sus barrios históricos, el famoso Albaicín sobre todo, pero no solo él, también todos los que ocupan los terrenos de las colinas de la antigua ciudad islámica.
Ya es extraña esa ubicación, pues los jardines no son frecuentes en el núcleo original de las ciudades, el desarrollo urbano se produce construyendo, expulsando los jardines fuera de ella, ampliando la ciudad sobre los cultivos que pasan de ser campo a ser edificios. No es normal por tanto que en el centro originario de una ciudad europea se encuentren cientos de casas con jardín, aunque este sea en la mayoría de los casos pequeño y sean raros los que tengan más de 500, 1000 m2.
Se ha querido ver en eso una herencia del amor de los andalusíes por los jardines. No rompamos el encanto, tal vez haya algo de eso, pero de complicada manera, no de forma lineal, sino consecuencia de una evolución extraña. Había ciertamente cármenes en la Granada nazarí, islámica, pero eran otra cosa y estaban en otros sitios, no jardines urbanos sino fincas de regadío, viñedos, pues la palabra karm significa eso en árabe, y no dentro de la ciudad sino fuera de sus murallas. La antigua Granada estaba apiñada de casas, su paisaje urbano, si queremos tener una imagen cercana, salvando inevitables diferencias, podemos imaginarlo semejante al de la vieja medina de Fez. Pocos jardines había en ella, no es preciso decirlo, los de las grandes casas y palacios propiedad del sultán y de unos pocos adinerados.
La expulsión a lo largo del siglo XVI, primero de los musulmanes y luego de los moriscos convertidos al cristianismo por motivos de supervivencia, significó la ruina de los barrios donde vivían. De golpe despoblados, abandonados por los nuevos pobladores que no gustaban vivir en barrios tan pobres, de casas tan poco adecuadas a su forma de vida. Y los edificios deshabitados se convertían en ruinas, y estas en solares, y en esos solares los nuevos habitantes, en general artesanos pobres, que no tenían más remedio que vivir allí y no podían hacerlo en los barrios más caros de la parte llana, plantaron huertos de subsistencia, jardines de miseria para el sustento familiar. Los nuevos cármenes.
Pues la expulsión de los moriscos empobreció Granada, haciéndola más pobre aún que el resto de la pobre España de los siglos XVII y XVIII. Cuando la ciudad, después de siglos de penuria, comenzó a recuperarse, a mediados del siglo XIX, esos huertos se fueron convirtiendo en jardines, y la moda orientalista los levanta como símbolo de un pasado árabe percibido con las fantasías de mil y una noches alhambreñas. Y los intelectuales y los viajeros, escritores, pintores, fotógrafos, reelaboran el mito del carmen granadino. Y se recrea una herencia en gran medida imaginada, y se hacen jardines imitando el Generalife, y se copian las fuentes de los palacios de la Alhambra y se convierte el ciprés en el símbolo de la ciudad.
Si toda tradición cabalga entre la selección de la parte del pasado que nos interesa y la invención de todo lo que nos parece coherente con nuestros ensueños, los cármenes tradicionales granadinos son fruto de esa doble manera de moldear el pasado. Tan deudores de la historia como de la invención de la historia. Bellísima realidad por tanto, mezcla de fantasía y fantasmagoría. Con la misma capacidad de ensueño que lo que imaginamos leyendo una casida de García Lorca o un poema de Ibn Zamrak tallado en los muros de la Alhambra o en el borde de una fuente.
Los cármenes de Granada son árabes en la medida en que somos capaces de ver herencia árabe en un jardín hecho hace cien años por un escritor que gustaba leer y tomar té junto a la alberca de una vieja casa que se había comprado para ver la Alhambra. Y sentirse así una pieza más de una cadena de vivencias que estaba colaborando a crear.